30 de enero de 2006

Bajo cero, en la calle, en Madrid



En la calle Carmen, centro de Madrid (España), en la noche del 26 de enero, con el termómetro bajo cero. Puede ser un hombre o una mujer.

23 de enero de 2006

Las peripecias de Juana en la casa del general*

Fabiola Calvo

Juana María Chigüichón Ruiz, una guatemalteca descendiente maya, llegó a Madrid en 1976, cuando apenas tenía 17 años, entusiasmada por las maravillas que le pintaba la dueña de una cervecera, consuegra de un general ex presidente de Venezuela.
Y a Juana, Juanita en su entorno, le compraron el pasaje para España y ¡cómo no! La afiliaron a la seguridad social, pero, "a mí nunca me dieron a firmar contrato y me quitaron el pasaporte”.
Juana María iniciaba sus labores a las siete de la mañana porque la casa del general debía estar siempre reluciente, “todo a la hora indicada y nosotras dispuestas para cuando nos necesitaran. Para eso tenían a diez mujeres de Guatemala”.
EL GENERAL
Juana se sentía humillada, querían obligarla a saludar como si estuviese en un cuartel del ejército: ¡Buenos días, mi general! Se negó. “Yo saludaba, pero como puede hacerse con cualquier persona, con respeto”, dice quedamente, como si fuese la reacción contraria en medio del recuerdo.
Marcos Pérez Jiménez -el general-, con el grado de teniente coronel, participó en 1948 en un golpe que derrocó al presidente Rómulo Gallegos en Venezuela. Entró a formar parte de la Junta militar y en 1952 se posesionó como presidente.
Quiso seguir hasta 1963, pero fue derrocado por otro golpe en 1958. Extraditado de Estados Unidos, fue juzgado en Venezuela. Una vez que cumplió su condena se marchó a España.
Juana Chigüichón no sabía a casa de quién iba a trabajar y una vez en ella, no podía entender tanto lujo. Ella venía de una situación con muchas dificultades económicas, pero “teníamos rancho para vivir y comida”, enfatiza elevando el tono de voz, dejando percibir una personalidad fuerte y decidida.
LA DURA JRNADA
Más de doce horas diarias de trabajo por cien dólares, mientras que en otras residencias pagaban 400. Era obligatorio usar un vestido negro con un delantal blanco, una gorra y zapatos de tela.
“Recuerdo que un día se me mojaron los zapatos y Flor, la mujer del general, me obligó a ponérmelos porque su casa no era un rancho, luego el mayordomo me llamó a su despacho, me trató con gritos e insultos. Me dejó mucho más trabajo para el día siguiente. Lloré mucho, ese hombre me trato muy mal”, dice Juana que se incorpora, deja la silla y permite observar su pequeña figura adornada con un cabello largo y negro.
El mayordomo no daba tregua y trataba con desprecio a todas las empleadas. “Nos repetía el respeto que debíamos tener con el general y la señora. Acatarlos y no responderles nunca”.
Juana comenta que mientras trabajaban no podían parar. “Ese hombre siempre estaba pendiente de los horarios. A mí me tocaba toda la mañana limpiar baños –que ya ni recuerdo cuántos eran-, organizar las camas y limpiar cristales.
“Parábamos para comer pero inmediatamente me levaba los dientes y seguía con la limpieza de la piscina, el gimnasio, la peluquería y la galería de tiro. Después de las nueve de la noche subía aguas a las habitaciones, dejaba listo los pijamas y las camas para dormir”.
EL DESCANSO
“Un domingo cada 15 días salía en la mañana y regresaba en la tarde, ese era nuestro tiempo de descanso. Antes, me obligaban a asistir a la misa en la iglesia que estaba al lado de la casa.
“Impedían por todos los medios que las empeladas tuviésemos amigos españoles. El mayordomo nos daba información falsa para que no fuésemos a discotecas, sitio donde podíamos conocerlos”.
Parecía que todo el personal estuviese preparado para que ellas se mantuviesen aisladas. “El chofer tampoco nos daba información porque le deba temor de los jefes, así que yo me decidí, busque información y fui a la embajada”.
El consulado tomó cartas en el asunto, exigió explicación a Flor, la mujer del general. “La mujer enfureció, me amenazó con la expulsión. No quería que yo me quedara en España porque era ella quien me había traído. Le pedí el pasaje para marcharme y se negó”.
A los dos años de trabajo en casa del general, Juana la abandonó a las cinco de la mañana para evitar los insultos de sus compañeras de trabajo, que no veían bien su comportamiento.
NUEVO TRABAJO Y BODA
Se marchó a otra casa con contrato, era el resultado de sus pesquisas los domingos que salía. Guarda un buen recuerdo de ese lugar.
Conoció en ese entonces en una discoteca a José, un español con quien se casó a los tres años de iniciar relación. “Me aterraba casarme porque pensaba que nunca más volvería a Guatemala. Me tardé tres años para decir que sí. También me daba miedo ser rechazada por su familia. Me decidí y viajé a mi país para pedir la bendición de mis padres”.
Juana continúo trabajando porque “no necesitaba un hombre que me mantuviese”.
Hace cinco años murió José y afloraron con crudeza en la familia de él y de mucha gente los sentimientos racistas. Para muchos es ¡una india! o ¡una negra! Dicho con menosprecio
Ha enseñado a su único hijo a llevar con orgullo su origen maya. Con sus 15 años está dedicado a estudiar y ella trabaja como autónoma (trabajo independiente) en una tienda que compró y como costurera. Tiene sus propias máquinas.


*De la serie de ocho reportajes "La migración tiene nombre y rostro", publicado por Cimac

16 de enero de 2006

La negra Lolo Lituba*

Fabiola Calvo

Tenía ocho años cuando abandonó a la República del Congo, dejó África de la mano de su padre, un diplomático que vio la posibilidad que sus hijas recibieran educación diferente en Cuba.
De aquel día hace ya 20 años y desde entonces Lituba Loló (en el Congo se usa primero el apellido y luego el nombre) empezó el aprendizaje de enfrentarse sola a cualquier problema que la vida le presentara.
Poco tiempo estuvo con su viejo pues él terminó su labor y regresó a su país, mientras que ella marchó a la Isla de la Juventud para realizar sus estudios de secundaria.
En la larga travesía transatlántica no la acompañó su madre sino su madrastra que asumió la actitud que nos reseñan los cuentos: no hacía llegar a Loló la ayuda que enviaba su padre, detalles como jabón o compresas que se hicieron muy necesarios sobre todo en la crisis económica que vivió Cuba en 1994, conocida como “período especial”.
Todos los estudiantes, todas las chicas esperaban con ansiedad una carta o un paquete que terminaban compartiendo. “Pasamos un poco de hambre, nos alimentamos con toronja”, dice Loló dejando entrever su blanca dentadura.
“En 1990, terminaba el convenio de estudios entre Cuba y varios países africanos, así que nos juntaron a las diferentes nacionalidades. Fue una etapa feliz de mi vida, de compartir, de aprender con otras culturas. Éramos jóvenes del Congo, Zimbabwe, Cabo Verde, Sudán, Gana y Angola. Los saharaui estaban aparte porque eran muchos”.
Recuerda los problemas que tuvieron los sudaneses y no por ser refugiados como suele pasar en los países europeos sino por ser tímidos, muy altos y delgados. Se comunicaban poco con el resto.
“Pero no permanecíamos al margen de los cubanos, nos integramos, ellos nos recibieron bien, con ellos hacíamos el día a día y siempre el que tenía repartía. Eso es lo que más añoro de Cuba”, comenta esfumándose en el recuerdo mientras entrecruza los largos dedos de sus manos.
Prosigue: “En los momentos difíciles siempre estaba alguien contigo. No contaban las nacionalidades sino la necesidad y los sentimientos de amistad y compañerismo”.
Terminó la secundaria y marchó a Cienfuegos a estudiar odontología. A los dos años de carrera, su vida cambió después de conocer a un turista español que residía en Londres y que puso sus ojos en la negra Loló.
Él hombre, un camarero inmigrante, conoció a Loló por unos amigos en común. Al día siguiente él la invitó a comer a un “paladar”, aquellos restaurantes clandestinos aparecidos en el “periodo especial” y en los que se pagaba con dólares. Luego fueron legalizados.
Los dueños del restaurante le dieron a Loló 10 dólares, pensando que era cubana. En principio se negó a recibirlos, pero una vez en sus manos los entregó al recién conocido. Él se sorprendió. “¡Cómo no!” dice Loló, “le pertenecían. Muchos de los turistas que van a Cuba creen que por ser negra tenemos que recibir sus dádivas”.
La relación avanzó y terminó en noviazgo. Entre Londres y Cienfuegos sostuvieron la querencia que una vez ella terminó sus estudios, trajeron para España. La africana ya no se sentía en capacidad de regresar al continente olvidado. “Me formé en Cuba y creo que no soportaría ni la mentalidad ni la cultura”.
MUJER NEGRA Y SIN PAPELES ESPAÑA
En diferentes ocasiones intentaron impedirle el ingreso a un hotel porque creían que era cubana. “Y como mi novio es blanco, cuando me veían con él, creían que yo era prostituta, que como dicen allá en Cuba, jinetera”.
Pero los problemas de la piel, palidecen en Cuba si los comparas con los vividos en España. Yo llegué en el 2002, entré como turista con una carta de invitación de mi novio pero que yo redacté, por lo tanto, una vez que pasaron los tres meses como turista quedé sin residencia y, también, sin permiso para trabajar.
“Eso da mucha inseguridad”, asegura Loló que hace caso omiso al ruido de la cafetería dentro de la estación Príncipe Pío.

Llegó a Madrid con una imagen idealizada de los españoles, suponiendo que tendrían que ver con aquellos románticos que en ocasiones van a la isla con la mirada solidaria. Empezó a romperla cuando fue rechazada en la clínica Vitaldent.
“El hombre que me debía entrevistar me vio, no pudo esconder su cara de desagrado al verme y me preguntó con burla: ¿Tú…estudiaste odontología?
Después de ese fiasco se fue a recorrer las calles y a pensar que iba a hacer. “Vi una peluquería para africanas, entré, hablé con la dueña, una negra de Malí, y me dejó trabajando haciendo trencitas. Trabajaba 11 horas diarias. La dueña tenía una mentalidad española, no me dejaba un minuto libre.
Si no había nada para hacer me ponía a limpiar y si llegaba unos minutos tarde me los descontaba. Era cruel. Una vez me dijo con desprecio: ¿Tú crees que siendo negra vas a encontrar trabajo de dentista?”
Para Loló es doloroso constatar que “los inmigrantes en España no se ayudan entre sí y además de tratarse mal, endiosan al español”.
EL COLOR DE LA PIEL
Con relación a su color negro, cuenta que su novio tuvo una depresión porque los miraban mucho en la calle, él se sentía observado y llegó un momento que dejaron de salir. “Quién te hace feliz a ti, los que te miran o yo”, recuerda que le dijo en algún momento para sacarlo de ese estado de ánimo.
Loló vive en la paradoja de encontrarse rechazada por la sociedad pero con la aceptación de la familia de su novio que la apoya y le da ánimos para salir de su actual situación. Los suegros dividieron la casa para que se acomodara la pareja, que sin ninguna solemnidad se casó el pasado diciembre.
La mujer negra del Congo en España, trabajó en un restaurante tres meses. No soportó más tiempo por el trato del encargado que “pensó que porque era inmigrante era bruta y no tenía nada en la cabeza. Para mí fue brusco dejar de atender pacientes a pasar a soportar un jefe y a clientes que tampoco te tratan bien. Lloré mucho, pensé que no podría soportarlo”.
Dice Loló que la vida le enseñó a aguantar “y ya en otro trabajo resistí hasta que me hicieron el contrato de trabajo para solicitar mis papeles de residencia y trabajo. Me he ganado el respeto y hoy trabajo los viernes, sábado y domingo, el resto de la semana estudio para homologar mi título. Espero aprobar porque los exámenes son para que no pases la prueba”.
Considera que será muy difícil empezar a trabajar en su profesión. Coincidencialmente, hace unos días escuchó una conversación entre dos mujeres mayores. Una de ellas decía que estuvo en consulta odontológica y salió un negro para atenderla. “Ponerle la boca a un negro…No, no, no hice que llamaran al otro dentista”.
Loló espera cambios en la sociedad española que está lejos de comportarse con los inmigrantes como en Inglaterra o Francia. “La gente mayor es mucho más racista que los jóvenes”. Por momentos duda y se pregunta si podrá abrir su propia consulta, pero ella misma se responde: “No me quejo, he tenido suerte. Veo las historias de otras chicas que…todo hay que lucharlo. El color de la piel me seguirá dando disgustos. Estoy preparada”.


*De la serie de ocho reportajes "La migración tiene nombre y rostro"

10 de enero de 2006

María, un chulo la vigila*

Fabiola Calvo

Son las siete de la tarde y la calle Montera, pleno centro de Madrid, es un hervidero de gente que soporta las altas temperaturas y el polvo que producen las muchas obras que padece la ciudad que nunca duerme.
Cerca de un portal, caminado de un lado a otro se encuentra María. Da la opción de escribir un nombre cualquiera que no sea el suyo, no quiere que sus padres se enteren que trabaja en la prostitución. “¡Hasta ahí llegaríamos!”, dice con tono de enfado sin perder la expresión dulce en la mirada.
“Lo que hago no es bueno y eso sólo lo sabe Dios que me sabrá perdonar, pero dígame usted, cómo voy a mantener a mis hermanos y a mis padres”.
Llegó sola hace 10 años y con sus 30, cualquiera diría que tiene diez más. La vida no le ha sonreído y no espera que lo haga ahora.
La conversación se dificulta porque es preciso interrumpir cada dos minutos por el temor que ella siente porque “el hombre que me protege -el chulo-, no le gusta que hable con nadie. Pierdo tiempo y dejamos de ganar los dos”.
María llegó a Madrid por una agencia de viajes, “yo creía y mucha gente lo cree, que uno sólo se puede venir por una agencia de viajes. Me dijeron que me arreglaban todo, entraba tranquila y llegaba con trabajo”, cuando termina la frase un coche de la policía hace su aparición y María desaparece como por encanto.
Hace cinco años fue detenida dos veces en un mes. “Ese miedo me quedó en el cuerpo”. Fueron días de movilizaciones de los vecinos que protestaban contra la prostitución en la zona.
Es preciso esperar que ella se calme porque aparentemente la calle que une la plaza de Sol con Gran Vía tiene su movimiento normal. Es ella quien toma la iniciativa y con un movimiento de mano indica que ya es posible acercarse de nuevo.
Continúa: “A mí me cobraron cuatro mil dólares por todo. Cuando llegué al aeropuerto, una persona me recibió y le entregué el dinero. Me exigieron dejarles un cheque en blanco en Quito por si yo no devolvía el dinero. Me cobraron 400 dólares de intereses por las 48 horas que pasaron mientras que me entregaron la bolsa de viaje (dinero que deben mostrar a las autoridades en el aeropuerto) y bajé del avión”.
María pasó dos días en un hostal y de allí me llevaron a trabajar a una casa de familia. Cuatro años permaneció trabajando catorce horas diarias con descanso desde el sábado a las 14 horas hasta las 21 horas del domingo.
“No me trataron mal pero me pagaban muy poco, 60 mil pesetas y de eso debía entregar diez mil a ellos porque me habían conseguido el trabajo. Me quedaba lo que hoy son 300 euros”.
CAMBIO DE EMPLEO
“Cuando empecé a salir en mi día libre, estaba desorientada, no sabía a donde ir, me iba todo un día para el parque de El Retiro y en la noche caminaba por la ciudad hasta que conocí a una compatriota en el metro. Ella me ayudó mucho”.
A los dos años de su llegada María se enamoró de un ecuatoriano, que se emborrachaba todos los domingos y la golpeó varias veces. “El quería que yo tuviera hijos. Nunca le dije que había abortado tres veces”.
María tomó la decisión de terminar la relación y dejar la casa donde trabajaba. Estaba cansada, enviaba poco dinero a su familia y quería comprar “una casita” en Ecuador para sus viejos. Su amiga la animó porque “siendo tan joven y aunque no tuviese un cuerpo esbelto, a muchos hombres les gustan las rellenitas”.
En el nuevo trabajo debía tener, como sus amigas, un hombre que las cuide, uno que generalmente es el compañero sentimental de alguna de ellas, pero que así no haga sino vigilarlas para que no se queden con el dinero, se sienten protegidas.
Empezó a atender clientes en la calle Ballesta, una de las más duras de Madrid, pero pronto pudo trasladarse a Montera donde estaba su amiga. “Gano mucho más que en una casa de familia, pero es duro, a veces me tratan muy mal…al comienzo lloraba mucho y quería dejarlo…pero ya ve, no he podido”.
Años atrás “el trabajo estaba bien. Me hacía hasta seis pases en una noche y en el día unos tres. Pagaba una parte en el hostal, otra parte al hombre que me protege y los demás para enviar a mi familia, mi comida y dormida. Ahora hay mucha competencia, esto se llenó de colombianas que antes no hacían calle. Sólo iban a clubes o tenían sus pisos”.
María paga su habitación en la casa que lleva un compatriota suyo que vive al margen de la legalidad. “Él consigue mucho dinero. Las otras dos habitaciones tienen seis camarotes cada una para arrendar por horas a trabajadores o mujeres que no tienen la capacidad de conseguir una vivienda”.
María piensa regresar a Quito, cuando termine de pagar la casa.

* Este reportaje fue publicado por www.Cimacnoticias.com en la serie de ocho partes, La migración tiene nombre y rostro