10 de enero de 2006

María, un chulo la vigila*

Fabiola Calvo

Son las siete de la tarde y la calle Montera, pleno centro de Madrid, es un hervidero de gente que soporta las altas temperaturas y el polvo que producen las muchas obras que padece la ciudad que nunca duerme.
Cerca de un portal, caminado de un lado a otro se encuentra María. Da la opción de escribir un nombre cualquiera que no sea el suyo, no quiere que sus padres se enteren que trabaja en la prostitución. “¡Hasta ahí llegaríamos!”, dice con tono de enfado sin perder la expresión dulce en la mirada.
“Lo que hago no es bueno y eso sólo lo sabe Dios que me sabrá perdonar, pero dígame usted, cómo voy a mantener a mis hermanos y a mis padres”.
Llegó sola hace 10 años y con sus 30, cualquiera diría que tiene diez más. La vida no le ha sonreído y no espera que lo haga ahora.
La conversación se dificulta porque es preciso interrumpir cada dos minutos por el temor que ella siente porque “el hombre que me protege -el chulo-, no le gusta que hable con nadie. Pierdo tiempo y dejamos de ganar los dos”.
María llegó a Madrid por una agencia de viajes, “yo creía y mucha gente lo cree, que uno sólo se puede venir por una agencia de viajes. Me dijeron que me arreglaban todo, entraba tranquila y llegaba con trabajo”, cuando termina la frase un coche de la policía hace su aparición y María desaparece como por encanto.
Hace cinco años fue detenida dos veces en un mes. “Ese miedo me quedó en el cuerpo”. Fueron días de movilizaciones de los vecinos que protestaban contra la prostitución en la zona.
Es preciso esperar que ella se calme porque aparentemente la calle que une la plaza de Sol con Gran Vía tiene su movimiento normal. Es ella quien toma la iniciativa y con un movimiento de mano indica que ya es posible acercarse de nuevo.
Continúa: “A mí me cobraron cuatro mil dólares por todo. Cuando llegué al aeropuerto, una persona me recibió y le entregué el dinero. Me exigieron dejarles un cheque en blanco en Quito por si yo no devolvía el dinero. Me cobraron 400 dólares de intereses por las 48 horas que pasaron mientras que me entregaron la bolsa de viaje (dinero que deben mostrar a las autoridades en el aeropuerto) y bajé del avión”.
María pasó dos días en un hostal y de allí me llevaron a trabajar a una casa de familia. Cuatro años permaneció trabajando catorce horas diarias con descanso desde el sábado a las 14 horas hasta las 21 horas del domingo.
“No me trataron mal pero me pagaban muy poco, 60 mil pesetas y de eso debía entregar diez mil a ellos porque me habían conseguido el trabajo. Me quedaba lo que hoy son 300 euros”.
CAMBIO DE EMPLEO
“Cuando empecé a salir en mi día libre, estaba desorientada, no sabía a donde ir, me iba todo un día para el parque de El Retiro y en la noche caminaba por la ciudad hasta que conocí a una compatriota en el metro. Ella me ayudó mucho”.
A los dos años de su llegada María se enamoró de un ecuatoriano, que se emborrachaba todos los domingos y la golpeó varias veces. “El quería que yo tuviera hijos. Nunca le dije que había abortado tres veces”.
María tomó la decisión de terminar la relación y dejar la casa donde trabajaba. Estaba cansada, enviaba poco dinero a su familia y quería comprar “una casita” en Ecuador para sus viejos. Su amiga la animó porque “siendo tan joven y aunque no tuviese un cuerpo esbelto, a muchos hombres les gustan las rellenitas”.
En el nuevo trabajo debía tener, como sus amigas, un hombre que las cuide, uno que generalmente es el compañero sentimental de alguna de ellas, pero que así no haga sino vigilarlas para que no se queden con el dinero, se sienten protegidas.
Empezó a atender clientes en la calle Ballesta, una de las más duras de Madrid, pero pronto pudo trasladarse a Montera donde estaba su amiga. “Gano mucho más que en una casa de familia, pero es duro, a veces me tratan muy mal…al comienzo lloraba mucho y quería dejarlo…pero ya ve, no he podido”.
Años atrás “el trabajo estaba bien. Me hacía hasta seis pases en una noche y en el día unos tres. Pagaba una parte en el hostal, otra parte al hombre que me protege y los demás para enviar a mi familia, mi comida y dormida. Ahora hay mucha competencia, esto se llenó de colombianas que antes no hacían calle. Sólo iban a clubes o tenían sus pisos”.
María paga su habitación en la casa que lleva un compatriota suyo que vive al margen de la legalidad. “Él consigue mucho dinero. Las otras dos habitaciones tienen seis camarotes cada una para arrendar por horas a trabajadores o mujeres que no tienen la capacidad de conseguir una vivienda”.
María piensa regresar a Quito, cuando termine de pagar la casa.

* Este reportaje fue publicado por www.Cimacnoticias.com en la serie de ocho partes, La migración tiene nombre y rostro

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