24 de julio de 2006

Tómese un mezcal...¿Quiere ver al angelito?

En la Central de Oaxaca tomé el autobús que me llevaría a Mitla. Lento muy lento empezó a rodar mientras un adolescente gritaba los lugares por donde pasaría. Por la ventanilla no me cansaba de leer los innumerables avisos: Miscelánea, Cocina, Aluminio, Joyería, Distribuidora de bombas...
Un frenazo en cada esquina y por los altoparlantes la voz grave de Javier Solís, “arrastrando mi tristeza....porque si ser bueno...”
Las señales indican que en línea recta vamos en dirección Istmo-Huatulca y si viramos hacia la izquierda seguiríamos camino a Zaatulco. Un hombre que conduce un campero, luce un sombrero blanco, propio de la región.
La voz del conductor llama a los viajeros que tienen por destino a Tule donde se encuentra un árbol con 2000 años encima y que con sus ramas forma diferentes figuras que los pobladores interpretan como de león, ciervo y otros más. Avanzamos por el vale en medio de montañas, pasamos Tlacolula.
Pasados unos quince minutos, una estudiante de derecho que va a mi lado me señala la Sierra Mije y la montaña Zempualtepec, por lo que me indica que ya llegué a mi destino. Desciendo medio despistada, cruzo la calle o mejor la carretera porque el autobús no entra al pueblo. Desde la primera calle empiezo a observar ropa artesanal. Muy despacio camino para quedarme con el paisaje. Fijo la mirada en dos avisos: Depósito Mitla y Mezcal El Famoso, sólo por el colorido y las grandes letras, quizá también porque busco una taquería.
Enfrente de los dos grandes avisos veo una puerta muy ancha, mas propia de un garaje que de una casa, miro hacia dentro y me encuentro con muchas mesas con hombres, mujeres, niños y niñas que platican con cierta tranquilidad; en una esquina, pegada a la entrada dos mujeres arman las tortillas de maíz. Penetro y pregunto a la mujer de claro ascendiente indígena que se encuentra más cerca de la puerta que si allí venden comida, diciendo con mucha inseguridad la última palabra de semejante frase tan corta. Pronto me di cuenta que no, no vendían comida, entonces endulcé la pregunta con “o…essss… una reunión familiar?” a lo que la mujer respondió – Es que nos acaban de traer a un angelito.
Mientras la mujer me respondía un joven corpulento y de cabello muy negro se acercó ofreciendo copitas plásticas con mezcal. Me insistió y lo tomé. La mujer me insistió para que me sentara y recibiera una “tortillita”. Con vergüenza la recibí. La mujer siguió platicando con otra que se acercó y no me enteré de nada. Cuando terminaron su cruce de frases, quien hacia de mi anfitriona me dijo que hablaban en zapoteca. Seguí pendiente de cada movimiento de los asistentes. Todos eran familia, compadres muchos de ellos.
Pregunté si el joven que continuaba ofreciendo mezcal era el padre de la criatura, pero no, era su hermano. Era un niño y tenía tres años recién cumplidos y el médico no dijo de qué había muerto.
Enfrente del lugar donde me encontraba, desde dos salones, uno semioscuros y el otro iluminado con velas, me llamaban. El de la izquierda para que pasase a comer en la mesa familiar y en el de al lado para que viese al angelito. En el gran patio, dos mujeres ataban con hilo flores de bugambilia a ramas de carrizo o bejuco, los niños inflaban globos blancos para que hiciesen parte de los ramos de flores. Los hombres seguían llegando con largos tallos que terminaban de organizar con sus afilados machetes.
Por fin me decidí a pararme de la silla. Cuántas vueltas di en mi cabeza. Hacía mucho tiempo que no me motivaba ver a ningún muerto. En mi infancia era mayor la curiosidad y en la vida adulta pudo más el dolor. Pensé en ese momento que la muerte como parte de la vida no tenía porque doler tanto, además, me encontraba en un país que los muertos eran invitados especiales cada noviembre y las calaveras eran parte de la vida. Me puse de pie y fui directo a ver al angelito. Me pareció que las atenciones tenían que ver no sólo con su hospitalidad sino con alguien que venía a verlo y acompañarlos.
La habitación estaba llena de santos, velas dentro de frascos con arroz, lentejas o frijoles; las flores eran silvestres sin ningún arreglo. Al fondo, el niño envuelto en una sábana blanca, sobre un ataúd blanco. De mi, estaba a una distancia de dos metros, lo ví pálido, sonriente, sin amargura como si estuviese admitiendo una broma de papá. Unos minutos fueron suficientes. Me di la vuelta abracé a su madre y le dije que vendrían días diferentes. Pasé a la habitación que hacía las veces de comedor, les deseé buen provecho y días mejores. Me dirigí al patio, le di la mano a las mujeres que se encontraban en la entrada y con una ligera reverencia me despedí de todos.
Seguí caminando por la larga calle, me detuve en cuanto almacén o tienda vi. Escuché la música de una banda de pueblo. En la esquina aparecieron los músicos como avanzadilla de varios hombres cargando un ataúd, detrás muchas mujeres cargando flores.

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